Pequeñas pinceladas de la vida de toda una generación de saharauis.
No tengo una fecha de nacimiento precisa. Cuando nací los años aún no se bautizaban con números, sino con nombres. El derrumbe de Anaguim, la invasión de las langostas o el viento rojo, son nombres de años que escuche mentar muchas veces en las conversaciones de mis mayores para situar algunos recuerdos de nuestra vida. Deduzco de esos recuerdos que yo llegue a este mundo a finales de 1971 o principios del 72, porque mis padres utilizan el referente del levantamiento de Zemla, 17 de junio de 1970, para situar el final de la lactancia del hermano que me antecede. En el lugar si embargo no hay dudas, Aalab Argad (los dunales del sueño), un pequeño paraje en el corazón de Tiris. Por cierto no lo conozco porque es uno de los tantos sitios que ha tragado la voracidad del muro marroquí.
De mi primera infancia no recuerdo prácticamente nada salvo borrosas imágenes que se diluyen en la lejanía de los convulsos principios de los años setenta. La nebulosa visión de unas cabras que se le perdieron a mi padre y que encontró atrapadas y agonizando en un charco de chapapote a un costado de la primera carretera asfaltada que unía el Aaiun con Bucraa, el rugir de la cinta transportadora de fosfatos atrapada en el sopor de su polvareda y un agradable paseo en una calle imprecisa y de la mano de alguien, también, impreciso, son imágenes sin rostro de un mundo que nació en el parto.
Esta primera porción de mi vida, coincide con la decisión de mi familia de hacer un paréntesis en su remoto peregrinar por el desierto y sedentarizarse bajo el cobijo de la incipiente capital administrativa de la provincia española del Sahara. De repente sus planes se vieron truncados por el estrepitoso rugir de los tambores de la guerra.
Entonces
En medio de un clima de confusión y miedo comenzó nuestro éxodo.
Los más pequeños vimos por primera vez pájaros de hierro escupiendo fuego sobre nuestras familias, que huían del terror de la guerra de cañones a dolor de la lucha de supervivencia en el exilio. Empezamos a convivir con el fusil como un utensilio más de la casa.
En aquellas aciagas circunstancias nació el frente POLISARIO, un par de años menor que todos nosotros, pero lo creíamos un gigante, un homínido de proporciones desmesuradas. Solíamos ver como huellas suyas las depresiones del páramo donde se asentaron los primeros campamentos. Estaba por todas partes. Era como un dios menor.
El impacto iniciático del exilio y nuestra fantasía infantil compaginaron de maravilla. Nos perdíamos entre los dunales persiguiendo lagartos. Todo era novedoso, virgen. Pero aquello no duró mucho. El terror de la guerra anidó en el los ojos de nuestras madres, cuando empezaron a llegar noticias de grandes victorias desde el frente, mezcladas con las de la perdida de seres queridos, como mártires de la revolución, o cuando jugábamos al escondite en la trincheras cada vez que pasaba algún avión.
Muchos de mis amigos de de juego de entonces pasaron “a mejor vida” fulminados por la voracidad del sarampión, fueron los abanderados de la inauguración de los primeros cementerios del exilio. Algunos nos salvamos de milagro. Comprendí lo que era la muerte, porque empezó a ser uno de los posibles ocasos del día.
Una noche me dormí con seis años y cuando amaneció ya era un hombre. A esa edad, fui internado en una escuela en medio de la nada. Compartí el primer pupitre, el primer lápiz, las primeras carencias y las primeras nostalgias con otros mil niños.
Creíamos que estábamos solos en el mundo. Esa soledad habría de perpetuarse por mucho tiempo.
El internado era como un barco varado en medio de un mar de arena. Cada día era una novedad. Pasábamos hambre, miedo y otras inclemencias de la edad. Pero lo más curioso es, que visto desde aquí, el perfil general de mis recuerdos de entonces es de felicidad. Quizás sea porque un niño es capaz de ser feliz en medio del infierno.
Cuba es otra estación en mi vida. Allí vislumbré la infinita majestuosidad del océano que, del otro lado, baña las costas de nuestra tierra. El océano que nos mantendría por largo tiempo alejados de nuestros seres queridos. Vivíamos como en otra envoltura del exilio.
Llegamos a la isla de pinos el 7 de octubre de 1982, tendría entonces unos diez años. A esa edad el cambio de la maldita Hamada, insípida y desolada, al intenso verdor de cuba, supuso una embriagadora experiencia que marcaría para siempre mi vida. Allí aprendimos que hay lugares donde puede llover todo un año, que el desierto es selva a su manera, que el amor es siempre uno de los posibles olores del día. Aprehendimos que saharaui es la sangre que riega nuestras almas.
Allí a miles de kilómetros seguíamos oliendo la pólvora en el horizonte, nos llegaba el llanto de la guerra, llorábamos en silencio el dolor de
De vuelta al exilio, me impacto como habían crecido los campamentos, pero también los cementerios. El tiempo parecía haber estado detenido, la guerra también lo parecía. Los fusiles dormían y las cicatrices de la guerra ardían bajo el soplo de los sirocos reñidos.
Ahora el protagonista es un dolor persistente e informe que leo en los ojos de la gente que se le va cansando la esperanza. O respiro en este polvo que ahoga la sonrisa infantil. Es quizás la rutina de los días que se repiten sin misericordia y mueren sin perspectiva.
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